Hay algo fascinante en el primer día de clase. Si llegas muy al principio, puedes ver cómo los alumnos eligen el asiento que ocuparán el resto de la clase (y, muy a menudo, el resto del curso). Les prometo que es curiosísimo. Cuando daba clase en la Universidad, me resultaba apasionante porque se aprende mucho de las personas viendo cómo toman decisiones aparentemente intrascendentes.
La palabra clave aquí es "aparentemente", claro. Porque, aunque nadie nos lo ha explicado, todos "sabemos" que los que se sientan en las primeras filas son los listo, los participativos, los que quieren sacar buenas notas. En cambio, los del fondo (o los que se sientan en los laterales) suelen ser los despistados, los que no participan o los que tienen cero motivación.
O no. Tendemos a asumir que la distribución de los alumnos en clase tiene mucho que ver con su personalidad, interés y potencial. Pero, ¿Y si fuera al revés? ¿Y si el lugar que se ocupa en clase tuviera un impacto radical en los resultados de los alumnos? Pues tengo una noticia: no son hipótesis, son las conclusiones de un buen número de estudios educativos.
Los listillos de las primeras filas
La idea de cómo los malos estudiantes buscan los puntos ciegos del sistema educativo es una idea muy arraigada en nuestra cultura. Agustín de Hipona describió esto mismo en sus Confesiones y tan solo era la segunda mitad del siglo III después de Cristo. No tenemos datos, pero la Academia de Platón y el Liceo peripatético debían ser también todo un espectáculo.
Por eso, cuando los primeros estudios educativos señalaron que los estudiantes que se sentaban en el centro de las filas tendían a participar más en clase que los que se sentaban en los bordes o que los estudiantes que se sentaban en la mitad más cercana al profesor tendían a comunicarse más con él que los de la parte posterior, nadie se sorprendió.
Tampoco fue sorprendente saber que esos alumnos de las primeras filas tenían mejor autoestima que el resto: se autopercivían como más inteligentes y pensaban que tenían mejor relación con el profesor. Eso se traducía, al final, en una mayor motivación y, sobre todo, en mejores resultados.
Pero en 1980, Stires dio un golpe en la mesa (de los profesores de medio mundo). Sus experimentos mostraban que el fenómeno de que los estudiantes buenos estuvieran en las primeras filas ocurría tanto si los estudiantes escogían sus propios asientos como si se les asignaba el sitio de forma aleatoria. Es decir, no era una cuestión de los alumnos escogieran según sus características personales: es que la localización en clase no es neutral, tenía un efecto que iba más allá de lo que imaginábamos.
Durante años, los estudios arrojaron resultados contradictorios. Sobre todo, porque la investigación educativa tiene algunos problemas éticos y metodológicos que dificultan la realización de experimentos sólidos. Pero en 2010, Marshall y Lonsoczy presentaron un análisis gigantesco que analizaba más de 70 clases durante 15 años y confirmaban que los estudiantes del área central de las primeras filas no sólo participaban más, sino que tenían mejores resultados (tanto en trabajos como en exámenes.
¿Por qué no se usa esto en los colegios?
Lo que quedaba claro es que, aunque las características personales de los estudiantes son importantes, la misma estructura de la clase era una herramienta pedagógica muy interesante. Con esta evidencia encima de la mesa, ¿por qué no se usa más habitualmente? Es decir, ¿por qué los profesores usan estas reorganizaciones sólo de forma muy esporádica?
Podríamos argüir que es una consecuencia del poco desarrollo de la "educación basada en la evidencia" y, aunque sería cierto, no sería preciso. La realidad es que la organización de las clases tiene un efecto importante, pero no es lo único que influye.
Si les preguntamos a los estudiantes sobre por qué se sientan donde lo hace hay dos grandes grupos de respuestas que dibujan con sorprendente precisión los otros dos grandes factores. El primero de estos grupos está formado por alumnos suelen responder que se sientan donde lo hacen “porque así pueden atender sin esforzarse”, “para evitar la ansiedad que les provoca interactuar con el profesor” o “para sentirse más comprometidos con la clase”. Es decir, por las características individuales de los estudiantes.
Esto es algo que, como sabemos, también tiene un papel en el logro académico. Y, precisamente, es algo que nos hace ser cautelosos con las posibles reorganizaciones en clase. Exponer a los estudiantes tímidos o invisibilizar a los motivados puede tener consecuencias nefastas para ellos mismos (y para el conjunto de la clase).
El otro gran conjunto de respuestas que dan los alumnos se resume en “porque es donde se sientan sus amigos”. Parece una trivialidad, pero no lo es. Los estudios educativos muestran claramente que los estudiantes que se sientan juntos por afinidad obtienen mejores calificaciones (y, además, estas eran muy similares entre ellos). En cambio, los estudiantes que sientan de forma aislada tienen peores resultados.
Esto señala que la formación de grupos de pares tiene un efecto positivo en el logro y el compromiso de los estudiantes y es lo que vuelve casi imposible gestionar de forma precisa los sitios en el contexto de una clase: mantener grupos, atender a los rasgos personales y repartir los puestos de forma cíclica es una misión (casi) imposible.
Consejos para tener mejores resultados
Esto, que es un problema para los profesores, es una oportunidad para los alumnos. Convencer a tu grupo de clase para sentarse en el centro de las primeras filas es una decisión tan sencilla como poderosa para mejorar los resultados académicos. Sea cual sea el nivel educativo del que hablemos.
No son los únicos trucos que tenemos a nuestra disposición. Como explica Filip Raes, hay algunas ideas que mejoran los resultados: no tener las presentaciones antes de clase, estudiar en soporte físico, no usar el portátil ni para tomar apuntes, acudir todas las sesiones formativas o ser conscientes de que lo que estamos 'comprando' es una oportunidad para aprender y no una titulación.
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